Abel Barrera Hernández
Bonfilio Rubio Villegas, con sus cinco hermanos, creció en una casa de zacate en la comunidad nahua de Tlatzala, municipio de Tlapa. Sus padres, Secundino Rubio y Carmen Villegas sembraban maíz, frijol y calabaza para poder comer. Los hermanos y hermanas tuvieron que aprender a labrar la tierra para sobrevivir ante el hambre. En temporada de lluvia se apoyaban de los quelites que crecen en las veredas y entre la milpa. La única esperanza era el trabajo y el consuelo es que se tenían uno para el otro.
José, hermano de Bonfilio, consideró que para salir del pantano de la pobreza tenían que terminar la primaria. Fue una hazaña salir de su comunidad para estudiar la secundaria en Alpoyeca. Su sueño era ser ingeniero, pero las carencias eran el muro que lo limitaba para seguir. Al terminar siguió sus estudios en la preparatoria de Huamuxtitlán. Ahí conoció a una familia con la que trabajó para ganarse la alimentación. Cuando entró de maestro en la comunidad de Copanatoyac pudo ayudar a sus padres y construyó una casa de adobe y teja. Las hermanas poco a poco fueron buscando la manera de salir a trabajar a Morelos y Ciudad de México.
Bonfilio, el menor, salió desde los 15 años de la comunidad para trabajar en Cuautla, buscando una mejor vida. En los últimos años vivía en la Ciudad de México porque trabajaba en una pollería y lo poco que ganaba lo mandaba para sus papás. Con sus ahorros construyó una casa de material. Un día pensó en que lo mejor sería migrar a Nueva York, Estados Unidos, para terminar los detalles de su casa y para que sus padres estuvieran mejor.
Doña Verónica recuerda que el sábado 20 de junio de 2009 Bonfilio llegó a la comunidad para ver los últimos detalles con el coyote para que lo cruzara indocumentado a Nueva York. En náhuatl le dijo a sus padres: sólo vengo de paso a verlos para despedirme y para que me den la bendición para irme a los Estados Unidos. Quiero retocar la casa, ponerle su piso y si Dios quiere le pongo otra planta arriba para que ustedes estén a gusto. Me regreso hoy mismo por la noche porque en 8 días ya quedamos con el coyote dónde nos vamos a encontrar. Esa vez anduvo mirando su casa de tabique rojo con detenimiento.
Pensativo salió a las cinco de la tarde en la última pasajera de Tlatzala. Estuvo un rato en Tlapa, fue a comer algo. Esperó hasta las 10:30 de la noche para subirse en los ultimos asientos del autobús Sur rumbo a la Ciudad de México. Antes de llegar a Huamuxtitlán militares les marcaron el alto en un retén para una “revisión de rutina”. Bajaron los pasajeros, pero a Fauto Saavedra lo retuvieron porque llevaba unas botas tipo militar. El conductor les dijo a los soldados que no se podía ir sin el pasajero y les pidió que le firmaran una lista de los que viajaban. Un militar molesto anotó “retén militar pasajero 22”. Cuando el chofer arrancó elementos del 93 batallón de infantería con sede en Tlapa abrieron fuego contra el autobús.
Nadie se dio cuenta que había heridos, hasta que llegaron a Huamuxtitlán vieron que Bonfilio de 29 años tenía la cabeza agachada, con la sangre en todo su cuerpo. Los militares no tuvieron ninguna razón para disparar porque en ningun momento se les faltó al respeto. A pesar de que argumentaron que los disparon fueron al aire no tenían derecho. Además, no es verdad porque la bala fue directo al cuello de Bonfilio. No es necesario ser experto para darse cuenta que los militares tenían toda la intención de disparar contra el autobús. No les importó la vida de las mujeres, niñas y niños que se encontraban.
Fausto Saavedra, de la comunidad de Chilixtlahuaca, quedó detenido. Nunca se imaginó que las botas que le habían regalado se trataba de un delito. Lo único que le preocupaba era llegar a la Ciudad de México para “cruzar de mojado” a Nueva York, porque tenía un hijo enfermo, al parecer discapacitado, y tenía que costear un tratamiento que no podía pagar. Finalmente no pudo porque los soldados lo querían meter a la carcel.
El ejército se trató de justificar. La última versión fue que Bonfilio llevaba un paquete de marihuana cuando en la primera revisión de los ministerios públicos no encontraron nada, sólo una bolsita de chile y su chamarra salpicada de sangre.
Cuando escuchamos en un periódico de Tlapa la noticia de que habían asesinado a un joven de la Montaña no pesamos que fuera Bonfilio porque sabíamos que había tomado el autobús de Tlapa para México. Una persona nos llamó por teléfono porque pensó que se trataba de mi esposo José y hasta me preguntó que dónde lo íbamos a sepultar. Mi esposo escuchó y dijo –es mi hermanito. En ese momento salimos como locos. Llegamos a Huamuxtitlán, pero no nos querían atender. Las autoridades nos ignoraron, nos dijeron que tenían otros casos. Al contrario, el titular del ministerio público nos empezó a interrogar hasta que le dije que sólo queríamos ver el cuerpo de nuestro familiar, pero nunca nos informaron que Bonfilio estaba en el Semefo de Chilpancingo. El trato cambió cuando llegaron los abogados de Tlachinollan porque empezaron a agilizar los trámites para entregarnos el cuerpo.
No podíamos avisarle a don Secundino, a doña Carmen o a sus hermanas hasta confirmar que sí era Bonfilio. En el camino rumbo a Chilpancingo platicamos de la infamia del ejército. Se supone que están para cuidar a la ciudadanía, no para matarnos. José estaba muy mal, su semblante estaba palidecido. Teníamos la esperanza de que no fuera él, pero cuando llegamos a Semefo mi esposo reconoció el cuerpo, “sí es mi hermanito”. No había palabras en el mundo, sólo podíamos sentir odio contra los militares. La sangre hervía con ganas de golpearlos. Sentíamos que al caminar perdíamos el control. Sus hermanas no sabían qué decir porque todo lo que Bonfilio quería era darles una mejor vida a sus papás, y por eso emprendió el viaje a Estados Unidos.
Al regreso, en Tres Caminos estaba un retén del ejército. Veníamos con la carroza y nos pararon para una revisión. Con la rabia en el corazón les dije ¿quieren revisar? Vean el cuerpo de la persona que ustedes mataron, miren como lo dejaron. Tranquila, me dijo el militar. Nos dejaron pasar porque sabían lo que habían hecho.
El martes 23 de junio llegamos a Tlatzala a darle cristiana sepultura. La familias y los vecinos de la comunidad estaban preparando todo para el sepelio porque nos dijeron que no podía tardar más el cuerpo de Bonfilio. Nos dijeron que si no llegábamos lo iban a sepultar en la fosa común. Los militares lo asesinaron el sábado 20 de junio, estuvo toda la noche y el Semefo llegó el domingo a las 12 del día para bajar el cuerpo. Nosotros nos enteramos a las cuatro de la tarde del lunes. Las autoridades no buscaron a los familiares a pesar de que Bonfilio llevaba pasaporte y credencial.
Lo inaudito es que cuando llegamos con Bonfilio a Tlatzala nos llamó un teniente para darnos una compensación para los gastos funerarios. Somos pobres, pero no queremos nada del ejército y molesta les dije -¿se lo van a venir a comer? No queremos nada de ustedes, volvieron a marcar tres veces más, pero ya no respondimos. Nos empezaron a intimidar, entraban hasta la casa vestidos de civiles.
En una ocasión llegó el licenciado Memije ofreciendo 200 mil pesos. ¿No se da cuenta del dolor de las personas? ¿Qué haría usted si estuviera en el lugar de nosotros, lo aceptaría? No vamos a vender a nuestro familiar porque lo único que queremos es justicia. Tuvimos que correrlo de la casa. Los mismos militares fueron a convencer al papá de Bonfilio. Lo llamaron a la comisaría y lo querían obligar a firmar un cheque de 160 mil pesos, pero les dijo que su hijo tenía más valor que las monedas que ofrecían.
Queríamos que el ejército entregara a los responsables, pero no quisieron y es nuestro coraje porque se ríen de nosotros porque somos pobres y porque no podemos hablar el español. Nos discriminan y nos desprecian por ser indígenas. Recuerdo que nos dijeron, agarren el dinero porque de todas maneras no van a llegar lejos. Piensan que pueden hacer lo que quieren porque nadie los castiga. A 16 años del asesinato de Bonfilio queremos saber quiénes son los que dispararon, que los detengan y sean castigados. Vamos a seguir adelante hasta que el ejército responda.
Este 19 de junio me llegó de repente el recuerdo con lágrimas en los ojos. José, ya te encontraste con tu hermano y tu papá, pidan que caigan esos cabrones que mataron a Bonfilio. Lo siento profundo porque tenía 16 días que habían asesinado a mi hermano Raymundo. Con José nos abrazabamos con el mismo dolor.
Despés de años don Secundino y doña Carmen seguían pensando que estaba en Nueva York. Decían es que Bonfilio no llama. Sus hijas les recordaban que estaba en el panteón del pueblo. José falleció en la pandemia enfermo de los riñones anhelando justicia para su hermano. Le hablé para que se fuera tranquilo porque iba a cuidar a sus hijos y seguir luchando por la justicia. Sufrieron su ausencia y de tanta tristeza tres años después, el 8 de mayo falleció don Secundino, su papá. Sólo queda su mamá Carmen, afligida. Tuvo que dejar la casa sola porque no soporta el dolor de haber perdido a sus dos hijos y a su esposo. Quiere gritar para exigir justicia y que se castiguen a los militares que asesinaron a su hijo Bonfilio.
En México a los militares que comenten crímenes contra los pobres y luchadores sociales no se les castiga. Por eso estamos en espera que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos presente el informe de fondo para acudir a la Corte Interamericana.
Publicado originalmente en Desinformémonos