Opinión Condenadas al olvido Salgan perros” fue el grito desafiante del general Alfredo Oropeza Garnica contra los indígenas que pernoctaban en los salones de la escuela primaria Caritino Maldonado en la comunidad Ñu savi de El Charco. Tenía información que había llegado una columna guerrillera para platicar con las autoridades y líderes comunitarios de Ayutla de los Libres. El ejército movilizó a varias unidades especiales y se apertrechó alrededor de la comunidad. En la madrugada arremetieron contra los indígenas que descansaban. El estruendo de las balas los sorprendió. No había forma de ponerse a salvo, varios fueron alcanzados por las balas y algunos optaron por salir con las manos en alto. De nada les sirvió, porque fueron blanco fácil al ser ejecutados. Los militares descargaron más de 280 municiones y al menos 2 granadas de fragmentación. Los testigos refieren que a varios indígenas los llevaron retenidos al centro de la cancha, los tiraron boca abajo y les dispararon en la cabeza. El saldo fue de 10 indígenas del pueblo Ñu savi y un estudiante de la UNAM ejecutados; 5 heridos graves, entre ellos un niño; 22 detenidos y torturados, entre los que se encontraban 4 niños y una estudiante universitaria. A la fecha este artero crimen se encuentra en la impunidad. Las únicas causas penales que se abrieron fueron contra los indígenas del Charco. Los acusaron de rebelión, conspiración, terrorismo, acopio y portación de armas, la mayoría fueron sentenciados, pero los ministerios públicos no abrieron alguna investigación por los 11 asesinatos, por las lesiones graves, las detenciones arbitrarias y la tortura infligida contra los indígenas. Los saldos fueron funesto después de esa noche trágica, por lo menos 4 sobrevivientes al salir de prisión fueron asesinados en condiciones que no se han investigado. En lugar de que las autoridades civiles apoyaran a las comunidades y a los deudos, apoyaron el cerco militar que alentó la represión y la consumación de múltiples violaciones a los derechos humanos, aplicando una estrategia de guerra preventiva o de baja intensidad. Las violaciones de las indígenas Valentina Rosendo Cantú e Inés Fernández Ortega, en el 2002, formaron parte de las acciones de contrainsurgencia que aplicó el ejército de manera impune y cobarde. Esta represión y acoso militar fragmentó a las comunidades y destruyó la organización autogestiva que buscaba romper con el sometimiento caciquil y la explotación de los ricos. Hasta la fecha las comunidades indígenas de la Montaña se encuentran sumidos en la pobreza: no existen hospitales que garanticen servicios gratuitos y tratos dignos; la mayoría de las escuelas son de multigrado y no hay suficientes docentes. Los caminos son intransitables, ya es costumbre que en tiempos de lluvia las familias indígenas tengan que caminar varios kilómetros cargando sobre sus espaldas el maíz o el frijol para malbaratarlos en Ayutla. Las viudas de El Charco padecen el maltrato, el engaño y el olvido de las autoridades. Su vida cambió para hacer más cruento su sufrimiento. No solo mataron a sus esposos, sino que les infundieron miedo. El ejército sembró el terror entre las comunidades y viudas tuvieron que resignarse a callar, a no exigir justicia y a conformarse con las migajas del gobierno. Abusaron de su estado de vulnerabilidad: los líderes del PRD las utilizaron para obtener recursos económicos en su nombre y capitalizar políticamente su exigencia de justicia. Nadie asumió su defensa ni reivindicó sus demandas básicas. Quedaron en el olvido y lo peor de todo es que las autoridades municipales difundieron en las comunidades que ya habían sido indemnizadas con sumas millonarias. El gobernador Ángel Aguirre acudió a Ayutla después de la masacre para anunciar la entrega de un cheque con el fin de apoyar a las viudas de El Charco. Nunca recibieron nada, su presencia solo fue para tomarse la foto y entregarles una despensa con una cobija. Ellas nunca supieron si en realidad tenía fondos el cheque ni quien fue el que lo cobró. Estos hechos causaron un gran agravio a las esposas de los caídos porque nunca las apoyaron para que se investigara al ejército y alentaron la animadversión contra ellas al difundir que ya habían sido beneficiadas por el gobierno federal y estatal. Esa ofensa sigue lastimando su dignidad y su honorabilidad. En aquellos años Eustolia tenía 18 años estaba embarazada de 4 meses. Vivía en la Palma, recién se había juntado con José Rivera Morales de 22 años, un líder indígena que desde muy chico salió a trabajar al puerto de Acapulco. Eustolia y José formaron un matrimonio muy activo que salían a las comunidades para impulsar la organización y la defensa de sus derechos. Eustolia tuvo la oportunidad de capacitarse como auxiliar de enfermería y de apoyar a la gente que requería algún medicamento. Creció en ellos el espíritu solidario, que implicaba mucho sacrificio y muchas malpasadas por la precaria situación de las comunidades. Aprendieron a trabajar en la adversidad y a vencer innumerables obstáculos, sobre todo, cuidarse del ejército que vigilaba a la gente que tenía presencia en las comunidades. Unos días antes del 7 de junio, José visitó varias comunidades para asegurar la asistencia de los comisarios en la reunión del fin de semana en El Charco. Eustolia recuerda las últimas palabras de José: nos vemos el domingo en la mañana subes el domingo. No pudo acompañarlo porque su embarazo era de alto riesgo. Se preparó para subir ese día, sin embargo, notó que había muchos militares en los caminos y varios helicópteros volaban bajito. Llegó a Ayutla para encontrarse con don Chano, pero antes le mandó decir que sabía que habían masacrado a unos compañeros. Con mayor razón se arriesgó a ir al Charco para saber qué había pasado con José. No pudo avanzar porque los militares habían atravesado camiones y a toda la gente que se acercaba la encañonaban. No les daban alguna explicación de por qué les impedían el paso. Eustolia desesperada y llorosa les decía que quería pasar a ver a su marido: “Allá no puede llegar, usted no puede pasar.” Se sentía muy mal porque recientemente habían matado a su papá y ahora temía lo peor con su esposo. Recuerda que el 13 de junio era el cumpleaños de José y eso la angustió más. Ese día se decidió hablar con el síndico para pedirle que le ayudara a encontrar a su esposo. La respuesta fue dolorosa porque le dijo que tendría que ir a Acapulco para que identificara el cuerpo de su esposo. Le dijo que muchos estaban irreconocibles y que él no lo había podido identificar. Eustolia se armó de valor y se atrevió a ir a la funeraria Manzanares donde estaban los cuerpos. El lugar estaba lleno de policías y militares. Unos maestros le dijeron que no hablara. Tardó horas esperando y fue ya entrada la noche cuando llegó personal de derechos humanos de México y ellos fueron los que le ayudaron para que le entregaran el cuerpo de José. El síndico hizo los trámites para llevarlo de Acapulco y enterrar a su esposo en La Palma. Dentro de los caídos estuvo el comisario de Ahuacachahue Mauro Feliciano Castro y su compañero Honorio García Lorenzo. Los dos ciudadanos fueron reclamados por toda la comunidad que bajó a Ayutla para exigir a las autoridades civiles que intervinieran para que el ejército saliera de sus comunidades y que investigaran a los asesinos. Una comisión fue hasta Acapulco por ellos y como comunidad les hicieron un reconocimiento por luchar en favor de su comunidad. De los caídos en esa madrugada dos líderes eran de El Charco. Fidencio Morales Castro y Mario Chávez García. El esposo de Catalina, Fernando Félix Guadalupe, era de Ocote Amarillo. El hijo de doña María Julia, Zeferino Damián Marcos también cayó entre los más jóvenes. Daniel Crisóforo de El Coyul era un joven muy entusiasta. Apolonio Jiménez García era de El Mesón Zapote; Manuel Francisco Prisciliano de El Potrero. Ricardo Zavala Tapia estudiante de la UNAM también fue víctima de las ejecuciones extrajudiciales que perpetró el ejército. Las madres y esposas de los masacrados de El Charco a lo largo de 27 años enfrentan situaciones muy graves no solo por la falta de justicia sino por el trato racista de las autoridades en turno. Viven confinadas en sus comunidades. Se mantienen con la siembra del maíz y del frijol. La mayoría son monolingües y no saben leer ni escribir. Han trabajado de sol a sol para que por lo menos sus hijos estudiaran la primaria. Padecen el mal endémico de la pobreza intergeneracional. Sus hijos e hijas son peones o salen a trabajar como jornaleros agrícolas. Varias madres no son beneficiarias de los programas federales. Tienen que endeudarse para poder curarse. Son víctimas de maltratos y engaños por parte de los comerciantes mestizos que las explotan como trabajadoras domésticas o les compran sus productos a precios bajos. Las viudas de El Charco acudieron a Chilpancingo para denunciar un crimen atroz que ha sido ignorado por las autoridades. El nuevo gobierno de Morena en lugar de investigar y castigar a los militares por estas ejecuciones extrajudiciales mantiene el pacto de impunidad, se confabula con sus crímenes y archiva las investigaciones para robustecer su imagen como una institución honorable. La 4T en lugar de apoyar a las víctimas y atender su clamor de justicia las ignora y discrimina, las condena al olvido. Se les ha olvidado que las históricas luchas que han protagonizado los indígenas son las que han impulsado las transformaciones sociales. Los indígenas que cayeron en El Charco sembraron la semilla de la rebeldía contra los gobiernos caciquiles y contra el mismo ejército que implantó el terror en nuestro estado con sus planes de contra insurgencia, que dejaron una herida abierta por las innumerables desapariciones, las ejecuciones y los vuelos de la muerte. Es un ejército que tiene que ser juzgado ante los tribunales civiles por los crímenes atroces que ha destruido la vida comunitaria y cegado centenas de vidas que lucharon contra la opresión. Share This Previous Article¿De vuelta a la verdad histórica? 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