No olvidemos a quienes desde la infancia cargan el pesado yugo de la discriminación. Su vida al ras de la tierra, pasa desapercibida por nuestra vista.

FOTOREPORTAJE| “Vikó Ndi”: la fiesta de los muertos en la Montaña de Guerrero.

En la mayoría de las comunidades de la región Montaña de Guerrero, la celebración por el día de muertos inicia los últimos días de octubre y finaliza los primeros de noviembre. Para los pueblos na savi (gente de la lluvia) de la región el día Viko Ndí (fiesta de los muertos) es de los más esperados cada año, pues se cree que la vida no termina con la muerte. Desde el pueblo de los muertos, las almas y los espíritus (Ñuu Ndíi) vuelven para ayudar a los vivos del (Ñuu Yivi) pueblo de la gente, el mundo.

Todo comienza cuando rezanderos, la banda y algunos integrantes de la comunidad, van a traer a los difuntos. Al pie de la montaña los principales velan, en la fría noche del 27 de octubre para darles la bienvenida a los seres queridos llegan para comer. Entre los abuelos y las abuelas dicen que para “ellos un año apenas sería un día transcurrido”. Bajo el techo de una enramada está la cruz donde poco a poco comienzan a llegar los participantes de la ceremonia. La noche transcurre lenta entre fogatas a las que hombres y niños se acercan para desentumecer sus cuerpos. Son las tres de la mañana, los rezos en Tu’un Savi (tercera lengua indígena nacional más hablada en México) se intercalan con las notas de la banda de viento que comienza en medio de la densa y helada noche; se hacen diversas peticiones entre las que se escucha la palabra coronavirus.

Los primeros rayos de luz anuncian, del día 28 de octubre, la llegada de los fieles difuntos. Las familias van llegando al lugar cargando ayates y nailas repletas de comida que se prepara especialmente para ese día. Los sahumerios son encendidos para elevarlos y ofrendar velas y flores, algunas personas hablan de que el copal y la luz de las velas es el verdadero alimento de los difuntos. Sin embargo, la gente tiene acostumbrado recibirlos con alimentos; frijoles y mole rojo de guajolote o de res con tortillas de maíz se vierten en la tierra para darles de comer, también se derrama el refresco, el alcohol o el agua pizorra (bebida de caña fermentada).

Al pie del camino se marca una línea, donde entre el humo del copal se difumina la división entre la vida y la muerte. La alegría del pueblo es grande, sus familiares ya se encuentran nuevamente entre ellos y los reciben como les enseñaron que se hacía.

San Miguel el viejo.

Es primero de noviembre y el camposanto se ve radiante. El sol está en su punto más alto y cae como plomo sobre la cabeza. Cada tumba fue limpiada y decorada con arcos de cempasúchil. Abuelas, abuelos, hombres, mujeres, niñas y niños acuden a convivir con sus difuntos. Diversos grupos musicales se escuchan a lo largo y ancho del cementerio alegrando la hora de la comida.

Metlatónoc.

Por las calles de Itia Tanu o Metla, se ve a la gente del pueblo sentada junto a sus velas amarillas y blancas, mientras estas se queman, esperan a que inicie la procesión junto a la Virgen de las Ánimas. En medio de la lluvia que dura pocos minutos la gente comienza a avanzar tras concluir los rezos, se cree que esta lluvia que acontece cada año, son las lágrimas de alegría de las almas por regreso. Los habitantes cruzan los arcos naranjas para llegar a la Iglesia y dejar a la virgen.

Ya es de noche y la casa de los muertos brilla majestuosa con la luz de las velas. Con las almas de los antepasados se comparten los alimentos, las bebidas, la música y la palabra mientras los velan. Contemplan sus tumbas, conversan con ellos, vuelven a encender las velas si se apagan, les rezan y algunas personas amenizan la velada con música tradicional. Para cerrar la celebración en la iglesia, se quema el castillo y toritos mientras algunas familias siguen quemando velas.

En las comunidades indígenas de Guerrero a la familia siempre se le ama nunca se le olvida, no importa que ya no estén físicamente. Se les recuerda generación tras generación porque son las semillas que dieron frutos, gracias a las abuelas y a los abuelos que descansan en los camposantos de la Montaña, la memoria ancestral se sigue heredando y se conserva la celebración en la que se siente la presencia de los hijos, hijas, “y de todos los familiares que retornan a convivir una vez al año con los que algún día también nosotros seremos esperados”.

Porque la vida y la muerte como todo, es un ciclo que debe agradecerse y conmemorarse, ese es el legado de los ancestros y que como los pueblos Mè pháá, Ñúu Savi y Nahuatl siguen vivos.

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