No olvidemos a quienes desde la infancia cargan el pesado yugo de la discriminación. Su vida al ras de la tierra, pasa desapercibida por nuestra vista.

Llorar nuestra desdicha

En la tarde que llegué a Huiztlatzala mi mamá estaba en la parcela juntando frijol con mi hermanita. Me sentí extraño en un pueblo fantasma. En esta región la muerte ronda en los caminos y las calles.  Desde el 2018 se han registrado más de 150 personas que han abandonado sus casas. En el mes de noviembre de ese año se dio una balacera que duró todo el día. Fue cuando arreciaron las venganzas entre las familias. La mayoría de hombres casados salieron del pueblo. Las esposas se quedaron con las niñas y las abuelas. Varias de ellas también han sido asesinadas.

En las paredes de adobe quedaron los rastros de las balaceras. Las parcelas que dejaron las familias desplazadas, las siembran los del grupo armado, que dicen ser de la policía comunitaria. Son los que se meten a las casas y se llevan a la gente. Lo increíble es que el presidente de Zapotitlán Tablas se coordina con ellos. Las cosas van de mal en peor con los dos períodos de su administración. Además del incremento de homicidios también hay casos de jóvenes desaparecidos. Nadie se atreve a denunciar porque el riesgo de perder la vida es mayor. Pereciera que en la Montaña todo estuviera perdido.

En la noche cuando llegó mi mamá, la vi cansada y agobiada. Me preocupé porque solo vive con mi hermanita. Tiene como vecina a su mamá que la apoya en el cuidado de sus chivos. Corre riesgos, pero cuando le comento que se vaya conmigo, se molesta porque nunca dejara a mi abuelita sola.  Antes de quedarme dormido escuché varios disparos. No hice caso porque los que toman acostumbran echar bala. A veces hay pleitos y en lugar de golpes se tiran de balazos. Es una vida llena de riesgos y sobresaltos.

En la mañana llevé mi hacha y mi machete para ir al cerro del Nopal con mi abuelita. Ahí estaban mis primos y su papá que ya habían cortado varias cargas de leña. Era como a mediodía cuando entró una llamada al celular de mi tío. Algo había pasado en el pueblo porque de inmediato se puso su camisa, agarró su sombrero y su hacha. Nos recomendó que tuviéramos cuidado. No supimos más. Me quedé con mis primos para terminar de rajar la leña. Regresamos a comer con mi abuelita. Ahí estaba mi mamá con mi tía. Más tarde nos llevamos las bestias para cargar la leña y arriamos los 3 toros. Como a las 8 nos fuimos a dormir a la casa.

Cuando estaba en mi cuarto escuché el rechinar de llantas de una camioneta. Luego oí pasos cerca de la casa. De repente gritaron “¡Abran la puerta, puta madre!”. Escuché como 15 disparos. Lo que hicimos fue escondernos en el baño que está al fondo de la casa. Varios hombres tumbaron la puerta de fierro y se metieron. Nuevamente accionaron sus armas. Para evitar que fueran a darnos de tiros les grité “¡aquí estamos!”. Nos apuntaron con sus armas y nos ordenaron “al suelo, al suelo. No levanten la cabeza ni traten de hacer algo porque se los carga la chingada”. Nos tiramos al piso y con la ropa que había en los cartones, la sacaron y la tiraron encima de nosotros.

Ya no supe de mi hermanita ni de mi mamá. Solo escuché que los maleantes se comunicaban por radio. Uno de ellos me pateó y preguntó “¿dónde está el dinero y las llaves de la camioneta? Les dije que no sabía. Se enojaron y me pegaron con la cacha de un arma y con unos cables que había tirados. No creían lo que les decía “No te hagas pendejo. Ahorita te vamos a cortar una oreja, a ver si así hablas”. Me quitaron mi celular y me amenazaron: “lárguense de aquí. Si no se van, vamos a venir a matar a toda tu familia”. Por los golpes que me dieron perdí el conocimiento. Pasaron varios minutos para que reaccionara. Una vez que me repuse fui con mi hermanita a la casa de mi abuelita. También ella y mis primos estaban tirados boca abajo.

Todos nos quedamos quietos sin pronunciar alguna palabra. Al asegurarnos que los delincuentes se habían marchado, busqué a mi mamá. Creí que había corrido para esconderse, pero cuando pasé por el lavadero estaba tirada boca abajo. Al voltearla con mi primo, mi mano izquierda se manchó de sangre. Tenía como un hoyo en el ojo derecho y varias balas en su cuerpo. Estaba muerta. Con mucho miedo la cargamos y la metimos a la casa.  Adentro del cuarto rascamos para enterrar su cuerpo. La fosa que hicimos estuvo pequeña, por eso sus pies quedaron fuera. Ya no pudimos hacer más. La cubrimos con ropa y cartones mientras se presentaba la oportunidad de regresar por ella.  Esa noche del 14 de diciembre salí con mi hermanita del pueblo.

El 15 fuimos a Tlapa con el ministerio público, la policía del estado y el ejército, para pedir que subieran por mi mamá. No creyeron lo que les conté y tampoco quisieron ir. El comandante de la policía ministerial comentó que hablaría con la sindica para que verificara si estaba mi mamá en la casa. Lo real es que nadie investigó. El 20 de diciembre nos acompañó un abogado de Tlachinollan con el ministerio público que estaba de guardia. Además de buscar un perito que me apoyara en la traducción del me pháá, tuve que sacar copias del expediente y llevar los oficios de colaboración a la policía del estado y del ejército. 12 días después del asesinato de mi madre subieron las autoridades para exhumar su cuerpo. Fuimos hasta Chilpancingo al Semefo a recogerlo para regresar a la Montaña a llorar nuestra desdicha.

 

Publicado originalmente en el periodico La Jornada

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