No olvidemos a quienes desde la infancia cargan el pesado yugo de la discriminación. Su vida al ras de la tierra, pasa desapercibida por nuestra vista.

OPINIÓN | Desde las calles y entre cerros y barrancas

En memoria de Rocío Mesino y Ranferi Hernández,

por su espíritu combativo

que nunca se arredró

ante la violencia caciquil.

El sello de su lucha agrietó

los muros del poder impune,

que abrieron las brechas en la Sierra y la Montaña,

por los nuevos senderos de la justicia y los derechos humanos.

El recuerdo que tengo de Arnulfo, cuando era pequeño, fue en la fecha que asesinaron a mi esposo y a mi hijo mayor. Venían de Coatlaco con unos marranos que habían comprado para la matanza. Pagaron con su vida el precio de estos animales. Al darme la noticia, me puse a llorar y no me quedó de otra que montarme en el burro, para ir a recoger sus cuerpos. Arnulfo, al verme llorar, trató de consolarme diciendo: “cuando yo este grande voy a trabajar. Te voy a comprar un cartón de pan, para que todos comamos en la casa. Ahorita sufres porque estamos chiquitos. Cuando sea grande ya no vas a sufrir. Te voy ayudar para que ya no laves la ropa ajena y no vayas al campo a cortar la leña y traerla en el burro. Voy a estudiar para ayudar a la gente del pueblo, porque no tiene quien la defienda”.

Arnulfo estudió la primaria en Cualác, pero ante la muerte de su hermano en 1985, se cambió para Huamuxtitlán, donde terminó la secundaria. Diario cruzaba el rio y se llevaba algunas tortillas para almorzar en el camino. Así salió adelante, hasta que se fue a Chilpancingo con el apoyo de su hermana mayor. Como no tenía dinero se dedicó a vender tortas. Posteriormente trabajó en una fonda lavando trastes.

Cuando venía al pueblo, se contrataba como peón para plantar arroz. En ese tiempo el patrón que le decían el charro, me dijo “tu hijo es muy trabajador. En un día sacó el tajo y lo hizo bien, porque su planta no se cae”. Nunca imaginé que Arnulfo, pudiera trabajar dentro del agua para plantar el arroz. Nunca supe donde aprendió, por eso tenía mucho orgullo de que fuera una persona trabajadora. No me hice ilusiones de que fuera a terminar la carrera, por eso me dio mucha felicidad, cuando me dijo que ya había hecho su examen final. Lo que más me sorprendió es que empezó a interesarse en los problemas de la comunidad. También me pidió que le enseñara hablar el naua. Cuando iba en la secundaria no le gustaba hablarlo y como que se avergonzaba de que yo lo hablara. Por eso, creí que algo estaba pasando con mi hijo, porque como abogado le gustaba acompañar a la gente de las comunidades. Veía que iba con ellos al ministerio público y también visitaba a los presos en la cárcel. Me acuerdo que estuvo un tiempo en Tlachinollan, y ahí noté que le gustó defender más a la gente. Hoy a mis ochenta años, me hace sentido lo que me decías: “mamá tu siempre trata de ayudar a la gente, no esperes que te vayan a dar algo. Vas ayudar, pero no digas que le ayudaste, ni que no te dio nada. No mamacita no esperes eso”.

Arnulfo Cerón Soriano después de trabajar como asesor jurídico en la cabecera municipal de Metlatónoc, empezó a defender a los indígenas. Estando en el despacho de su cuñado, fue asumiendo una postura más critica sobre el quehacer del abogado particular. Sentía la necesidad de tener un ingreso para sostener a sus cuatro hijos, pero también lo interpelaba una realidad injusta y oprobiosa que enfrentan los indígenas de la Montaña. Vivía en el dilema de trabajar como abogado particular o asumirse como un defensor comunitario, sin que en ese momento tuviera claridad sobre este rol que empezó a desempeñar con los mismos casos que defendía. Su contacto con la gente le ganó el corazón, porque no solo le recordaba su infancia trágica y llena de carencias, sino que empezaba a comprender la problemática estructural que padecen los pueblos desde la conquista. Fue muy receptivo al movimiento que emergió en Chiapas, cuando los zapatistas dijeron ¡Basta! También le impactó el movimiento indígena en Guerrero, por la combatividad del Concejo Guerrerense 500 años de Resistencia. Aún estaba en la universidad y veía en las calles de Chilpancingo, las históricas marchas de los indígenas acompañados de sus bandas de viento. Tuvo conocimiento de la represión que vivieron en el gobierno de Rubén Figueroa. Eran noticias que aún no las procesaba como parte de sus preocupaciones profesionales, sin embargo, le generaba indignación porque “eran sus paisanos”.

Arnulfo al igual que Antonio Vivar Díaz, se reencontraron en esta lucha emblemática por los derechos humanos, cuando decidieron acompañar por varios días a las mamás y papás de los 43 estudiantes desaparecidos el 26 de septiembre del 2014. Desde aquella noche Arnulfo y Antonio, dieron un giro en sus vidas. Se entregaron de tiempo completo a esta causa y contribuyeron en la organización del Frente Popular de Tlapa, para emplazar a las autoridades de los tres niveles de gobierno a dar con el paradero de los 43 normalistas. Con el apoyo de maestros y maestras de la CETEG y varias organizaciones de la región tomaron el ayuntamiento de Tlapa, como parte de los acuerdos asumidos por la Asamblea Nacional Popular en Ayotzinapa, de boicotear las elecciones y conformar los Consejos Populares Municipales. Esta lucha ha sido ardua y sórdida, porque al interior de las institucionales gubernamentales se han empotrado estructuras delincuenciales que protegen intereses particulares. La denuncia pública y la protesta social ha sido el antídoto para las autoridades corruptas e impunes, que no toleran a las defensoras y defensores de derechos humanos, así como a las organizaciones sociales independientes que han increpado al poder y desnudado sus tropelías.

Arnulfo Cerón Soriano se hizo defensor al tropel de la lucha, en el caminar diario al lado de los colonos, comerciantes ambulantes, autoridades comunitarias, amas de casa y estudiantes. Sin pretenderlo asumió el compromiso de ser portavoz de sus demandas y reclamos, de exigir a las autoridades atención y respeto a la población indígena secularmente discriminada. Apeló junto con el Frente Popular de la Montaña a la protesta pública, como último recurso para ejercer su derecho a ser escuchados y atendidos. Por estar de lado de los desprotegidos, fue ubicado como un actor incomodo, como una persona intransigente, como un bravucón que no respetaba a las autoridades. La fórmula que utilizaron fue denigrar su papel de defensor, de acusarlo como un farsante y vividor, de evidenciarlo ante la opinión pública como alguien que lucra con la lucha social. La campaña de desprestigio fue parte de este viacrucis de la criminalización de su lucha como defensor. Posteriormente, llegaron las amenazas telefónicas y la vigilancia de sus movimientos que realizaba con organizaciones hermanas. Se le colocó en la mirilla para ver en que momento podrían actuar contra su persona. Trataron de doblegarlo, de intimidarlo de sacarlo de esta órbita de los derechos humanos. Su compromiso por esta causa le impidió claudicar, optó por no generar desconcierto al interior de su familia, ni desanimo entre las filas de su organización.

A pesar de las amenazas y del temor fundado que tenía, se mantuvo firme en las jornadas de protesta. Intuía que caminaba en un terreno minado por la violencia y que en el contexto de impunidad y complicidad que existía entre actores estatales y de la delincuencia organizada, podría gestarse una acción letal contra su persona. Lo llegó a sentir como algo inminente, por eso en sus noches de insomnio, se levantaba para leer pasajes de la biblia que lo reanimaran. Los textos de los profetas del nuevo testamento fueron sus lecturas preferidas, también el libro de Job. Sus visitas casi diarias al centro de rehabilitación que fundó y que le puso por nombre “Luz de la última Esperanza”, era un espacio de reencuentro donde compartía su experiencia, de como había logrado salir del pantano de la embriaguez. Era una terapia que lo fortalecía y reafirmaba sus convicciones de estar siempre al lado de quienes necesitan ayuda. Adquirió una fortaleza de espíritu que le dio consistencia a su lucha como defensor de los derechos humanos.

La trágica noche del 11 de octubre, Arnulfo salió de su casa a una reunión, y ya no regresó. Fue llevado a una casa de seguridad, donde lo interrogaron y torturaron. Lo asfixiaron, arrancándole la vida. Los perpetradores le espetaban su constante activismo en las marchas y bloqueos, contra el ayuntamiento de Tlapa, y su renuencia a abandonar el movimiento, pese a las advertencias de que le costaría muy caro, este desafío. Su desaparición y asesinato develan un modus operandi letal contra defensores y defensoras de derechos humanos. Es una criminalidad de alto impacto, que busca sepultar los sueños de justicia por la que luchan los pueblos y organizaciones sociales. Su perversidad es acallar las voces de hombres y mujeres, que han asumido el compromiso de defender las causas de quienes sufren el flagelo de la pobreza y la violencia. En este clima de impunidad donde se han coludido los grupos del crimen organizado con las autoridades locales para establecer negocios ilícitos al amparo del poder público, se llega al extremo de atentar contra la vida de los defensores y defensoras de derechos humanos, como sucedió con Rocío Mesino, Ranferi Hernández y Arnulfo Cerón Soriano, quienes lamentablemente fueron asesinados en el mes de octubre. Desde las calles y entre los cerros y barrancas, abrieron las brechas de la sierra y la Montaña para defender los derechos humanos.

 

Centro de Derechos Humanos de la Montaña “Tlachinollan”

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