No olvidemos a quienes desde la infancia cargan el pesado yugo de la discriminación. Su vida al ras de la tierra, pasa desapercibida por nuestra vista.

OPINIÓN | El contubernio entre el poder y la «maña»

Centro de derechos humanos de la Montaña, Tlachinollan

La manera como las autoridades federales y estatales han enfrentado los problemas de la violencia y la seguridad, es lo que ha causado mayor encono, desesperación y reacciones de diversa índole entre los diferentes sectores de la población guerrerense. El enojo, no solo es por la ineficacia de los operativos aparatosos que se han implementado, sino porque no se quiere ver en esta parafernalia hecha más para el espectáculo, la colusión que existe al interior de las filas de las corporaciones policiales, el ejército y la marina con las organizaciones criminales.

Las altas esferas del poder parten de la premisa que las instituciones funcionan bien, que nada hay que cambiar, por lo mismo las actuaciones de sus elementos son intachables e inmejorables. El problema del contubernio que ha sido detectado y señalado por la gente de a pie, y que es un tema recurrente al interior de las familias, en las reuniones gremiales, entre los grupos organizados y los mismos políticos, no lo quieren ver ni abordar en su justa dimensión las autoridades. No es una cuestión que los obligue a replantear de fondo esta estrategia. A cuestionar sus resultados y a mirar al interior de sus instituciones estas falencias, pero sobre todo este desgarramiento de la vida comunitaria que está causando daños irreparables.

Con estas políticas fallidas, no solo se destruye la vida sino que se trunca cualquier proyecto. Los ciudadanos y ciudadanas ya no tienen la certeza de poder realizar sus planes familiares ni profesionales. Ya nadie se siente seguro ni tranquilo, todos y todas estamos marcados por el miedo, la incertidumbre y el inmovilismo. A la vuelta de la esquina todo puede cambiar y todo se puede acabar. La inminencia de la tragedia se respira a diario. Todos y todas nos sentimos inermes y a la deriva. No hay a dónde asirse, ni a quien pedir auxilio. Domina el fatalismo en vastos sectores de la población, porque para revertir o transformar este clima de violencia e instalar un sistema que proteja a la población y que castigue a los perpetradores, todavía no se ve para cuándo. Con estas estrategias de seguridad reeditadas no se pueden sentar las bases para que por lo menos vislumbremos la posibilidad de un cambio de raíz, de que pueda construirse otro modelo de seguridad y nuevas formas de gobernar, donde los ciudadanos y ciudadanas sean el centro del qué hacer político.

Lo que hoy vemos es más de lo mismo. Todo se centra en decisiones cupulares, ignorando las voces de las víctimas, descalificando la opinión de los críticos y relegando las propuestas de especialistas o expertos en el tema. Este soliloquio nos está llevando al desfiladero de la muerte, a que las organizaciones criminales se expandan y tomen el control en varias regiones, desplazando a las autoridades municipales y estatales. Con estas serias deficiencias de quienes están para velar por la seguridad de la gente, las familias de los desaparecidos se sienten obligados a realizar las tareas de búsqueda de sus hijos, en medio de tantos peligros y penurias. Su osadía ha puesto al descubierto que nuestro estado es una gran fosa. Que donde impera la delincuencia organizada yacen los enterramientos clandestinos. No solo destruyen a sus adversarios sino que también transforman el entorno en un cementerio. En un espacio terrorífico. Ahí está como ejemplo patético la ciudad de Iguala, que a pesar de la tragedia que nos marcó como país, la delincuencia goza del apoyo de quienes ahora el presidente de la república puso al frente para combatir la delincuencia, en las 50 ciudades más violentas del país. El ejército, la policía federal, la policías estatal y municipal, todas juntas ahora, como se coordinaron en la noche del 26 de septiembre y la madrugada del 27.

Es paradójico constatar que entre más presencia de efectivos militares y elementos policiacos de la federación se parapeten en las regiones más convulsas del estado, los grupos de la delincuencia organizada desarrollan mejor sus estrategias de contención y neutralización de su fuerza. Se fortalecen y legitiman más en las regiones donde actúan. Su arraigo y su relación con las comunidades donde se han asentado a la mala, les da la ventaja porque conocen mejor los lugares. Saben cómo desplazarse y esconderse. Pueden planear emboscadas o simplemente dejar que pase “el gobierno” sin que los detecten. Saben que las fuerzas policiales y militares están de paso y que su estancia temporal les imposibilita tener arraigo y presencia en todo el territorio.

Quienes realmente conocen la región y son parte de los actores locales que imponen su ley y tienen el control de los diversos giros de la economía regional son las bandas del crimen. Son las que deciden a quién matar y secuestrar. Quienes imponen el monto de las cuotas que cada persona tiene que pagar. Son las que dictan las órdenes a los pobladores y se apoderan de los bienes de las familias y de las mismas comunidades. Entran con violencia a los poblados para expulsar a los grupos rivales. Mantienen cercadas ciertas zonas que están en disputa por el trasiego de la droga y la población queda a merced de la delincuencia. Los movimientos de la gente local están restringidos al ámbito comunitario y se supeditan a los dictados de los jefes de las bandas.

El Ejército regularmente llega cuando los delincuentes se han ido a otra localidad. Estos se desplazan con suma facilidad y encuentran refugio en comunidades de difícil acceso. Durante su estancia obligan a los pobladores a proporcionar alimento para todo el grupo, mientras esperan el retiro de los federales. El efecto cucaracha resulta efectivo para las bandas del crimen, porque cuando el Ejército se desplaza con pesadez hacia las comunidades asediadas, la delincuencia se mueve con facilidad a los enclaves más recónditos. Los resultados de estos movimientos tácticos del Ejército son infructuosos porque no logran dar golpes efectivos a la delincuencia y solo generan más terror entre la población.

Con el desbordamiento de la violencia y la expoliación del patrimonio de los empresarios, ganaderos, comerciantes y familias del campo, las comunidades han ido conformando grupos de autodefensa para impedir la entrada de las bandas del crimen a sus territorios. Los mismos empresarios y ganaderos han fijado públicamente su postura de conformar sus propios cuerpos de seguridad. Apelar a las armas parece ser el camino a seguir en varias regiones del estado, ante la incapacidad de la federación y del gobernador de contener la espiral de violencia y de poner orden y paz como lo prometió en su campaña.

Es un mal síntoma que varios presidentes municipales de diferentes regiones del Estado, hayan fijado una postura de armarse para defenderse. Ante las amenazas que les han llegado por distintos medios y las situaciones de riesgo que enfrentan, valoran que es insuficiente la protección que les proporciona su misma policía municipal, porque no confían de su capacidad para enfrentar a la delincuencia y dudan de la lealtad de varios de sus miembros.

Actualmente entre las mismas comunidades campesinas de la Sierra y zona Norte existen grupos de autodefensa que han salido al paso a las bandas del crimen que han tomado como rehenes a las familias que viven en pequeñas comunidades. La proliferación de cuerpos de seguridad comunitarios es un fenómeno creciente entre las comunidades campesinas que carecen del apoyo de la federación y del estado. Juntan sus armas y los más decididos se organizan para hacer frente a la delincuencia. No hay más que el respaldo de la comunidad y el conocimiento que tienen de su entorno. Han recuperado su capacidad para hacer frente a quienes con sus armas pretenden someterlos. Con las armas de la comunidad han salido a los caminos para defenderse de los grupos de la delincuencia que con su poder de fuego quieren expandir su dominio. La opción fatídica es: “nos matan a los matamos”, por eso, la preocupación más sentida de la gente del campo es cómo sortear la vida ante los gatilleros que llegan al pueblo a matar. Esto ha llevado a que se escale la violencia y que se generen conflictos internos entre los mismos grupos de autodefensa, porque le apuestan al poder de las armas, al control del territorio y la población por la capacidad de fuego que tienen. Los desenlaces son fatales porque se pierden el sentido primigenio de la lucha, de defender la vida del pueblo.

Los resultados han sido desastrosos, porque hay más pérdidas de vidas humanas y se acrecienta el clima de terror. Se torna imposible vivir tranquilo y transitar con seguridad en los caminos y las ciudades. Los retenes y patrullajes son parte del paisaje desolador porque no son ninguna garantía para la seguridad de la gente. En el trajín diario de las y los guerrerenses, siempre pesa la sombra de la delincuencia que acecha en cualquier lugar y acciona en cualquier momento. Sus acciones destructivas son permanentes y contrastan con las reacciones tardías y nada eficientes de las corporaciones policiacas y del mismo Ejército, que a pesar de que están en el lugar de los hechos, en realidad están muy lejos de ser una fuerza de contención y control del crimen organizado. El esquema implantado por el gobierno federal fortalece la mano dura y acrecienta el clima del terror, que para la población no es sino las consecuencias del contubernio entre el poder y la maña.

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