No olvidemos a quienes desde la infancia cargan el pesado yugo de la discriminación. Su vida al ras de la tierra, pasa desapercibida por nuestra vista.

OPINIÓN | Estas ruinas que ves

Centro de derechos humanos de la Montaña, Tlachinollan

Guerrero no solo es un estado pobre y violento. Es un estado donde se consumaron hechos que marcaron para la posteridad nuestra historia nacional. Las revueltas sociales, el legado de las luchas emancipatorias que sentaron las bases para la creación de un estado garante de los derechos del pobre, son aportes sustantivos del México posrevolucionario. Sin embargo, el otro rostro de nuestra entidad es el del gobierno arcaico, terrorífico, hecho a la usanza porfirista: de matar en caliente a los enemigos del régimen y a los insurrectos. Es el guerrero de la guerra sucia; de los torturados, desaparecidos y ejecutados. El estado ensangrentado, el de los vuelos de la muerte, poblado de cruces y minado por cementerios clandestinos.

Desaparecer y matar fue la práctica funesta del ejército para arrancar de raíz la insurrección armada. Siempre ha importado proteger a los gobernantes y al régimen vetusto que hacer justicia a las víctimas. Los gobiernos caciquiles de Guerrero malograron los avances alcanzados por una población indómita que tumbó gobernadores para derribar la montaña de la desigualdad social y el racismo.

Son los gobiernos identificados con la barbarie los que nos sumieron en la miseria y nos llevaron a la ruina con la destrucción de nuestro habitat. La riqueza natural que atrajo a los colonizadores españoles fue el botín que desde hace siglos ha desangrado a las poblaciones primigenias. No solo extrajeron la plata y el oro sino que impusieron un régimen semiesclavista, para que con el sudor y la sangre de los indígenas erigieran los palacios de los monarcas y amasaran sus fortunas. Saquearon a manos llenas y dejaron como siempre desolación entre los trabajadores del campo. Los obligaron a pagar tributo no solo para que trabajaran en las encomiendas, sino para que también pagaran en oro, cacao, telas y grana de cochinilla, como vasallos del rey. El etnocidio formó parte de las políticas del coloniaje para facilitar el despojo y agenciarse el patrimonio de los pueblos originarios. El despoblamiento fue reemplazado por ganado vacuno y la formación de grandes haciendas. La frontera agrícola cedió a los intereses de las empresas depredadoras.

La expoliación a los indígenas y campesinos forma parte del modelo extractivista que ha adquirido estatus legal en nuestro país. Gran parte del territorio nacional ha sido concesionado a las multinacionales para hacer trabajos de exploración y explotación de minerales, recursos hídricos, hidrocarburos, gas, proyectos eólicos, de bioprospección, biocombustibles, entre otros. La apuesta es por la privatización de las tierras comunales y ejidales por parte de empresas extranjeras que requieren garantías no solo jurídicas, sino ciertas condiciones en cuanto a infraestructura, comunicación, seguridad y estabilidad social. Las autoridades asumen la obligación de proteger al capital, de defender los intereses económicos de las empresas y de allanarles el camino para no estropear sus planes de acumulación de capital. Los acuerdos los establecen con las altas esferas del poder. Ignoran totalmente a los verdaderos dueños de las tierras comunales. Por tratarse de inversiones millonarias, los pueblos que sobreviven con sus siembras en el tlacolol, son excluidos de los grandes negocios que se gestan dentro de sus núcleos agrarios.

En este modelo privatizador, el gobierno asume su tarea de guardián y protector del gran capital. Se arroga la representación de las empresas frente a las comunidades indígenas y campesinas para persuadirlos de los grandes beneficios que genera la extracción de sus riquezas. En la mayoría de casos se imponen los proyectos cooptando a los representantes agrarios o a los líderes locales. Si la estrategia no resulta se amedrenta a la población, se les excluye del presupuesto municipal o se recurre a las fuerzas del orden para intimidarlos.

Los gobernantes se han encargado de despojar las mejores tierras a los ejidatarios y comuneros. Las zonas turísticas son el mejor ejemplo de este atraco. Los gobernadores se han prestado para hacer negocios turbios con empresas inmobiliarias y del gran turismo. Venden y expropian tierras que son subastadas para atraer al capital trasnacional. Construyen en lugares de alto riesgo y depredan los humedales en aras de la crasa ganancia. Mientras tanto los ejidatarios son echados de los lugares paradisíacos para abandonarlos a su suerte.

Acapulco no solo es el centro turístico más importante del estado, sino el centro neurálgico de los negocios de la droga. Es la plaza más codiciada que se disputan varios carteles del narcotráfico. Es un puerto donde a diario corre la sangre en sus colonias, avenidas y playas. La cuota que los empresarios, comerciantes establecidos y vendedores ambulantes se niegan a pagar tiene un alto costo porque se cobra con la vida. No hay forma de librarse de las garras del crimen organizado. Todos tienen que ceder a sus pretensiones para no sucumbir. Las mismas autoridades municipales se ven orilladas a negociar los cargos públicos y las plazas de los policías para medio gobernar. Las colonias de la periferia no saben lo que es vivir en paz. Están sometidas por las bandas del crimen. Gobierna la ley del gatillo. Son los jóvenes que no tuvieron la oportunidad de estudiar los que engrosan las filas del sicariato. La única forma de sobrevivir es destruir al enemigo, es estar con el Jesús en la boca y con el arma en la mano. La ley es matar o morir.

La sierra, la Montaña y las costas de Guerrero han sido sobre explotadas. Los bosques están devastados. Las empresas extranjeras tuvieron licencia para arrasar y llevarse las maderas preciosas. A cambio de contar con alguna brecha de “mala muerte” los pueblos cedieron su riqueza forestal a los madereros. Los pésimos caminos que hay en las regiones serranas los abrieron los talamontes. Fueron los campesinos ecologistas de la sierra de Petatlán quienes pararon por la fuerza la destrucción de los bosques. Desenmascararon los negocios truculentos de los caciques con las empresas extranjeras que contaban con la protección del ejército. En estas operaciones ilegales se extendió la siembra de la amapola, con la aquiescencia de las autoridades civiles y militares. Se erigió el gran negocio que sentó sus reales en los lugares más inhóspitos del estado, como parte del entramado delincuencial.

Los políticos de viejo cuño encontraron en el control de los bosques la forma más segura para involucrarse en el negocio de las drogas. Fue una veta inmensa para obtener ganancias extraordinarias y para afianzar su dominio. El poder caciquil se enraizó en las regiones pobres con la conformación de cacicazgos regionales. Las corporaciones policiales se encargaron de proteger los intereses delincuenciales de la clase en el poder. Se alentó impunemente la siembra de los cultivos ilícitos en menoscabo de la siembra del policultivo mesoamericano.

En el estado el negocio boyante de la droga contó en todo momento con el apoyo encubierto de los jefes políticos ávidos de dinero mal habido. Muchos indígenas y campesinos fueron enganchados para trabajar en las siembras ilícitas fuera de su región y de su estado. Tuvieron la gran oportunidad de familiarizarse con la planta y desarrollar habilidades para la recolección de la goma. La distribución gratuita de la semilla facilitó que muchos productores se la apropiaran y la incorporaran a sus siembras tradicionales. La población depauperada que depende del trabajo agrícola encontró en esta actividad ilícita una alternativa para contar con algún ingreso y abatir el hambre.

Este negocio alentado por los grupos de poder se regó como pólvora. Fue una actividad explosiva que generó conflictos, disputas y acciones violentas. Fue el detonante de las confrontaciones agrarias y la ruptura del tejido comunitario. Alentó la agresión armada y dio pie para que pulularan grupos dedicados a delinquir. Se generalizaron los levantones, las ejecuciones, las desapariciones, los secuestros y las extorsiones. El poder delincuencial logró imponerse por encima de los poderes locales. Los gobernantes amamantaron estos engendros y los incrustaron dentro del aparato gubernamental. Los han utilizado como brazos ejecutores contra los adversarios políticos y actores sociales incómodos. Adquirieron fuerza propia y se asumieron como un poder fáctico que controla territorios e impone el terror y la muerte. El poder de las bandas ha crecido no porque sean muy poderosas y logren poner en jaque a las fuerzas del estado, sino porque tienen esa capacidad para cooptar y corromper a los gobernantes y a quienes se encargan de velar por la seguridad de los ciudadanos y ciudadanas.

La debilidad de nuestras instituciones, su permeabilidad para consentir la corrupción, los intereses turbios de los grupo de poder que exigen cuotas dentro del aparato gubernamental, al estilo del crimen organizado y las alianzas inconfesables de las autoridades civiles y militares con organizaciones criminales han llevado al estado a la ruina. La violencia se incubó dentro de las mismas instituciones de seguridad y justicia. La extorción tuvo como antecedente la mordida que fue institucionalizada por las corporaciones policiacas. El pago para garantizar seguridad y justicia fue implementada tanto por los policías ministeriales y sus comandantes desalmados, como por los ministerios públicos.

Los asesinatos que van a la alza en Acapulco y en varias regiones del estado, a pesar de que cada mes sesiona el consejo de seguridad para evaluar los avances de su nueva estrategia, muestra el fracaso de la acción bélica y la apuesta por la militarización del estado. No hacen mella al crimen organizado los operativos aparatosos que no dan con los que delinquen y mucho menos revierte la espiral de violencia. Nuestro estado está hecho trizas y el quebranto es mayor porque la estrategia contra el crimen es fallida y porque tampoco vemos que se trastoca la estructura delincuencial que nos desquicia. A más de seis meses de gobierno no hay un rumbo claro de cómo contener la macrocriminalidad que nos apabulla y nos lleva a la ruina.

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