No olvidemos a quienes desde la infancia cargan el pesado yugo de la discriminación. Su vida al ras de la tierra, pasa desapercibida por nuestra vista.

OPINIÓN | La apuesta por la justicia |

Si algo padece Guerrero es la ausencia de justicia. El mal endémico que arrastramos desde que se erigió nuestro estado es el poder de los caciques, cuya ley es la fuerza, y el castigo la represión, las desapariciones y ejecuciones. Oponerse al régimen en los tiempos de la guerra sucia significó firmar la propia sentencia como pasajero de los aviones de la muerte o candidato a ser torturado y desaparecido por disentir y criticar al régimen.

Procurar y administrar justicia en nuestra entidad es entrar al laberinto de la corrupción y el uso faccioso de la ley. Es cruzar el umbral de la legalidad y adentrarse en los sótanos del poder opaco donde se urden las acciones delincuenciales emprendidas por agentes del estado que sin ninguna formación en derechos humanos y uso adecuado de la fuerza se transforman en los verdugos del pueblo. En los tiempos de la violencia caciquil los pistoleros más atroces del gobernador alcanzaron el estatus de comandantes que eran los hombres de confianza del patrón. Los comandantes se encargaban de reclutar a pistoleros quienes hacían los “trabajitos” que les pedían sus superiores o los amigos de los políticos encumbrados. Todo era bajo el manto de la impunidad y con el revólver en la mano

La pericia de la burocracia justiciera puesta al servicio de los gobernadores-caciques nunca tuvo como marcos de referencia los métodos de investigación científica, ni los protocolos establecidos por los organismos internacionales de derechos humanos. La improvisación es la que ha imperado entre los agentes investigadores que gracias al padrinazgo político o las palancas monetarias han podido ganar un espacio dentro de la administración, arrastrando una serie de prácticas que prostituyen la procuración de justicia.

Hasta la fecha en nuestro estado tienen más poder los comandantes que los fiscales. El control real de la procuraduría no está en su titular sino en los mandos policiacos que cuentan con el respaldo de grupos de poder vinculados a cacicazgos y que están coludidos con el crimen organizado. Los hombres fuertes no están en los agentes del órgano investigador, sino en quienes, por el uso de las armas han entendido que la autoridad la tiene quien acciona el gatillo o les viene porque con esa imagen de duros se erigen en la ley. Por eso no hay autoridad superior que los pueda controlar, porque su poder de fuego los coloca más allá de la ley, y por lo mismo pueden amedrentar a los detenidos, sin ningún rubor los llevan a los separos y los extorsionan. Es muy común que para investigar los delitos utilicen la tortura entre los detenidos que quedan incomunicados. Con todas estas acciones ilegales llegan al extremo de decidir qué hacer con el detenido, estando de por medio una cantidad de dinero.

Esta monstruosidad es el engendro de la violencia institucionalizada, la perversión total y el desquiciamiento del sistema de justicia estatal. Esta realidad que ha hecho trisas al estado de derecho, no la plantean los gobernantes, para ellos es cuestión de cambios de forma, de contar con mayores recursos económicos, pero no para un planteamiento de fondo, ni mucho menos para una depuración de raíz. Todo es cuentón de maquillar la realidad y no trastocar intereses delincuenciales sumamente poderosos. Para los gobernantes el tema de la justicia es un tema vetado, no hay manera de entrarle a la discusión y emprender las transformaciones necesarias. Es más fácil cambiar al procurador, ahora fiscal (mera cuestión nominativa) que cambiar a los mandos medios y los actores opacos que mueven los hilos dentro la fiscalía. Remover este aparato es poner en jaque todo el sistema corrupto y poner en riesgo la propia seguridad.

Esta inacción y complicidad de las máximas autoridades nos han llevado a ser uno de los estados más violentos, donde las denuncias son simples estadísticas que dan cuenta de la impunidad que impera y de la nula confianza de la población en quienes dicen representar a la sociedad. Hemos llegado al tope con la denegación de la justicia. Es claro que la sociedad ya no se siente protegido por quienes investigan los delitos. Por el contrario dudan de su reputación porque han sucumbido ante los grupos de interés y sobre todo han permitido la infiltración de la delincuencia, al grado que la confidencialidad de las denuncias y la protección a las víctimas es una falacia, porque se ha desfondado la legalidad y se ha tornado porosa la vida institucional que ahora es rehén de la delincuencia.

Aún así, con todas estas situaciones que han causado daños irreparables a las víctimas de la violencia, la población no tiene otra opción que asirse al cobijo de las instituciones. Las organizaciones sociales que han asumido un rol crítico ante la embestida de las reformas estructurales y que han apelado al derecho a la protesta y las libertades fundamentales, han demandado castigo a las corporaciones policíacas y el mismo ejército por atentar contra la seguridad, integridad física y el derecho a la vida de sus líderes y representantes comunitarios.

En el período del fallido gobierno de Aguirre Rivero, se implementó una estrategia de contención social con la detención de varios líderes sociales. La descomposición social que se agudizó por la insolencia del gobernador, dio pie para que se alentara la violencia y se generara un ambiente de animadversión contra los luchadores sociales, al grado que las fuerzas oscuras del régimen vieron el momento propicio para privar de la vida a varios de ellos.

Por la forma en que se han cometido estos crímenes tanto de políticos encumbrados como el de Armando Echeverría, como de defensores comunitarios como los líderes del pueblo Na savi Raúl Lucas y Manuel Ponce. Así como las ejecuciones de Arturo Hernández Cardona, Eva Alarcón, Marcial Bautista, Rocío Mesino y los normalistas Jorge Alexis y Gabriel Echeverría vemos que el sistema de Justicia porque ante casos de violencia de alto impacto las autoridades no han entregado resultados contundentes sobre los autores materiales e intelectuales. A pesar de la presión social y la clara trayectoria de los que han caído, que han realizado un trabajo a favor de la población en defensa de sus derechos o tuvieron posturas políticas divergentes, se ha trivializado y desvirtuado el trabajo de investigación. Es el gobierno mismo el que se encarga de poner obstáculos, de impedir que las víctimas accedan a la justicia, de obstruir y violentar el debido proceso y de nunca permitir que se tracen líneas de investigación que apunten a actores gubernamentales.

La lucha de la sociedad es por la justicia que ahora pasa necesariamente contra un sistema obsoleto, decrépito y corrupto, que pone en entredicho a los mismos que investigan porque no tienen calidad moral ni capacidad, científica ni voluntad política para hacerlo. Son los ciudadanos y ciudadanas las que a pulso tenemos que hacer que la ley funcione, tenemos que luchar contra lo que la misma autoridad hizo con perversidad con tal de perseguir y encarcelar a líderes sociales y comunitarios.

El caso de Marco Antonio es un claro ejemplo de cómo la autoridad ministerial se presta para fabricar delitos y que actúa con presteza para criminalizarlo. Esto mismo hicieron contra Nestora Salgado, Gonzalo Molina, Arturo Campos y los policías comunitarios de el Paraíso, municipio de Ayutla. Si revisamos sus expedientes vemos cómo se urden historias falsas o se imputan acciones que no se cometieron. En estos casos trabajan fino para torcer la ley con el fin de irse con todo contra quienes han tenido el compromiso y el valor de trabajar por la justicia y los derechos humanos ante la claudicación del gobierno frente a los poderes fácticos.

La libertad de Marco Antonio no fue una voluntad graciosa de la autoridad estatal, es una lucha legal de largo aliento, hecha a pulso en los tribunales, desde los mismos expedientes, donde los jueces y magistrados tuvieron que valorar las pruebas y alegatos y revisar la forma como armaron las acusaciones. Esto fue el núcleo de la defensa que se complementó sabiamente con la presión que realizaron los miembros del CECOP para demandar a los magistrados que se apegaran a derecho y que más bien no se dejaran presionar por los grupos políticos y económicos que han visto en Marco Antonio a un luchador social que amenaza con echar abajo sus planes y proyectos, sobre todo porque él representa a un movimiento ejemplar a nivel nacional y latinoamericano que ha ganado batallas en los tribunales contra las presas que promueve el gobierno y en defensa de su territorio. La disputa en los tribunales fue para demostrar nuevamente que el CECOP sigue siendo víctima de la persecución y la criminalización de sus líderes, pero también fue la oportunidad para refrendar que el CECOP le sigue apostando a la legalidad y que siempre peleará por la justicia. Así se demostró en el caso de Marco Antonio, que desde que lo detuvieron afuera de su domicilio y después con el traslado ilegal que le impusieron a un penal de alta seguridad y la última denuncia que le endilgaron por ataque a las vías de comunicación, no lograron evitar que saliera libre y que se demostrara que las imputaciones tienen serias deficiencias. Para el CECOP el desafío es mayor ahora, porque a 12 años de su nacimiento, varios de sus miembros enfrentan varias órdenes de aprehensión, el mismo Marco Antonio continuará luchando por la vía jurídica para concluir estos procesos y demostrar su inocencia, sobre todo demostrar que la esencia de su lucha, la que le da identidad de defensor es su casta para defender con todo las tierras comunales de Cacahuatepec.

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