No olvidemos a quienes desde la infancia cargan el pesado yugo de la discriminación. Su vida al ras de la tierra, pasa desapercibida por nuestra vista.

Si me casas, ¡olvídate de mí!

Como niñas indígenas de la Montaña nunca imaginaríamos que después de los 12 años nos encontraríamos a un paso para casarnos. Nuestros papás nunca nos dicen nada sobre lo que piensan de nosotras, porque consideran que son temas que solo se tratan entre los mayores. A pesar de que ya me tocó ir a la escuela, recuerdo que muy poco platicábamos con mis amigas, sobre qué íbamos hacer al terminar la primaria. La verdad, solo pensamos en jugar y hacer lo que nuestras mamás nos mandaban. Recuerdo que una compañerita me dijo “si mi papá me quiere casar, mejor me voy a ir de la casa”. A esa edad todavía no le agarraba sentido a lo que me decía. Mi maestra de sexto año, varias veces nos dijo que siguiéramos estudiando, que saliéramos del pueblo para que no fuéramos a sufrir, como nuestras mamás. Cuando veía que hacíamos bien la tarea, nos llamaba para preguntarnos si teníamos familia en Tlapa, porque haya podíamos estudiar la secundaria. Se notaba que nos quería más que a los niños. En ese tiempo éramos 54 de sexto; 34 del grupo A y 20 del grupo B. Los niños eran 32 y nosotras como 22.

Para nuestros papás lo más importante es terminar la primaria porque les interesa mucho que hablemos bien el español, aunque nos olvidemos de nuestro idioma. Es el único estudio que nos dan, sobre todo a las mujeres. Quieren que pronto les ayudemos a trabajar en el campo y que a temprana edad nos casemos. Cuando no tienen suficiente terreno para sembrar, varias familias se van a trabajar como jornaleras agrícolas a Sinaloa o a Chihuahua, durante seis meses. Son contados los papás que quieren hacer el sacrificio para que alguien de la familia siga estudiando la secundaria fuera del pueblo. Para ellos es mucho gasto, porque no hay quién los contrate en el campo. Por eso varios chavos se han organizado para irse de jornaleros, pero como el dinero no alcanza, ahora se están yendo a Nueva York. Piden prestado y con lo que juntan en Sinaloa, contratan un coyote y se lanzan sin medir los peligros. Solo a ellos les ha ido bien en el pueblo, porque con los dólares que ganan, pueden comprar su camioneta y construir su casa.

Una prima se casó hace como quince años con un paisano que llegó de Nueva York. Tienen dos niñas y un niño. Su vida es muy triste por culpa de sus papás. Ella me platica que cuando su esposo toma, siempre le pega. La ofende y le dice que se juntó con ella, por culpa de su papá. Le recuerda que pagó dinero para que se casaran. Por eso se siente con derecho de pegarle. Hace unos meses se decidió a salir de su casa con sus 3 menores para refugiarse en el domicilio de sus papás. Pidió el apoyo para que la síndica del municipio pudiera intervenir. Su mayor desilusión fue cuando la síndica le dio la razón a su esposo, y que, además la presionara para que regresara con él. En lugar de apoyarla la culpó de que sus hijos sufrieran las consecuencias de su rebeldía. Un familiar la animó a no desistir y acudieron ante el juez de paz. A pesar de que fue atendida, la familia del esposo llegó con el comisario para declarar contra ella. La misma suegra se puso de ejemplo, comentó que su esposo le pega y que no puede hacer nada porque sus papás recibieron dinero por ella. Con ese argumento le reclamó que no tenía derecho a quejarse. El juez, en lugar de proteger los derechos de mi prima, cedió en favor del esposo, recibiendo dinero de por medio. El problema se complicó porque el comisario citó a los papás y ahí los hombres se encargaron de regañar a mi prima y a obligarla de que regresara a su casa. Tuvo la amarga experiencia de que ni la autoridad de la comunidad ni del municipio la defendieran. Lo peor de todo es que regresó con su agresor, porque no hay quien la proteja, mucho menos encontró alguna oportunidad para rehacer su vida en otro lugar. Lo que más me duele, es que como mujer no puedo hacer nada por mi prima, porque ya lo hemos vivido con otros casos que se han presentado ante el ministerio público. Ahí es peor, porque no te atienden, y más bien te maltratan cuando escuchan que no hablas español. Ahí la justicia sale cara porque tienes que pagar un abogado particular o darle dinero al ministerio público para que te haga caso. De todos modos, no sirve de nada, porque todo se arregla con dinero y las mujeres nos encontramos desamparadas y pobres.

Gracias a mi tía pude estudiar la secundaria en Tlapa. Me costó mucho salir de mi comunidad, porque tuve que enfrentar varias veces a mi papá. Él es muy machista. No me hacía caso cuando le decía que no iba aceptar que recibiera dinero para que yo me casara. No le gustaban mis comentarios. Más bien me hacía enojar. En varias ocasiones me demostró que lo haría y que pediría hasta 200 mil pesos. Me puso a prueba y no tuve de otra que decirle “¿vas a dejar entonces que me peguen? ¿Para eso quieres el dinero? ¿Con qué cara me vas a defender si antes recibiste dinero por mí? Mi mamá escuchaba en silencio y era mi aliada. En todo momento me aconsejaba para que estudiara. Se ponía como ejemplo “mira hija ¿quieres vivir como yo? Te tienes que levantar muy temprano para poner el nixtamal, para moler y hacer las tortillas. Tu ya lo sabes, recuerda cuando te llevaba al campo con el almuerzo. También hay que trabajar en el cerro. Es duro ser una mujer de campo, sobre todo cuando no sabes leer ni hablar el español. Nadie te va a defender. Por eso quiero que le eches ganas al estudio”.

Valió la pena la lucha que di con mi papá, recuerdo muy bien cuando una vez me dijo “no voy a permitir que alguien te pegue. Si lo hace iría a defenderte y traerte a mi casa”. Sentí que sus palabras salían de su corazón, porque yo conozco a mi papá. No cabe duda que tomó en serio lo que le decía y poco a poco lo fui convenciendo. Cuando salí a estudiar la secundaria y la preparatoria en Tlapa, mi vida dio un giro. Sentí que se abrió mi horizonte, porque además me sentí capaz de estudiar una carrera. Perdí el miedo y adquirí mayor seguridad sobre lo que yo quería hacer con mi vida. Lo mejor que pasó en la universidad es que ayudaron a revalorar mi cultura y mi lengua, reafirmaron mi identidad y en lugar de avergonzarme de mi terruño me sentí más orgullosa, y comprendí que las costumbres de las comunidades son importantes, porque es la mejor manera de defender con fuerza nuestros derechos como pueblos. La licenciatura en desarrollo comunitario de la UPN  me ayudó a ubicar la situación de dominación que padecemos las mujeres indígenas. No es posible que nuestros padres nos obliguen a casarnos a temprana edad y que nos nieguen la oportunidad de estudiar. También se ha pervertido la costumbre que antes había, de llevar un presente para que un embajador vaya en nombre de la familia a pedir la mano de la novia. Ahora todo se quiere arreglar con dinero. Así como en la ciudad el dinero manda, también quieren que en el pueblo eso sea. Las mujeres no somos mercancías, por más obedientes y respetuosas que seamos de las costumbres del pueblo. No podemos soportar más esta violencia de los hombres, mucho menos que denigren nuestra vida y que el alcohol y el dinero los embrutezca, para ser víctimas de crímenes de odio, y para que sigan desangrando nuestras vidas por tanta crueldad e indolencia de las autoridades.

Cuando le dije a mi papá “si me casas ¡olvídate de mí!, siento que le moví el piso. No solo por ser la única hija, sino porque me vio decidida a no obedecerlo ni a respetar la costumbre de los señores. Llegar a este extremo no fue fácil. Se lo agradezco a mi madre y a mi maestra de sexto año, quien después me confío que había dejado a su esposo, porque no permitió que la golpeara. Hizo que me enorgulleciera cuando me dijo que, de los 54 estudiantes de la generación del 2003, solo yo terminé los estudios de licenciatura. Me entristecí cuando una ex compañera de sexto de primaria me comentó en el pueblo “quien como tú que seguiste estudiando. Se ve que tienes otra vida. Yo me casé a los 13 años y ahora tengo 6 hijos.  Aquí en el pueblo se sufre mucho. Tienes que levantarte temprano, trabajar todo el día, sin ganar dinero y por encima de todo, soportar al marido”.

Hoy entiendo que como niñas indígenas seguimos siendo rehenes de prácticas comunitarias que truncan nuestro futuro como mujeres libres y autónomas. Somos también el eslabón más frágil de un sistema patriarcal que cosifica y mercantiliza nuestra vida como mujeres. Somos rehenes de una justicia estatal misógina que nos condena por defender nuestros derechos, que hace escarnio de nuestro sufrimiento y que es corresponsable de la violencia feminicida, por la impunidad que impera y la colusión que existe con los perpetradores.

Centro de derechos humanos de la Montaña, Tlachinollan

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