Opinión Desde el dolor más hondo de nuestro corazón En memoria de todas las personas desaparecidas que son el tesoro más preciado y el amor más sublime de un estado atrofiado por la violencia y la impunidad. Nuestro aprecio y respeto a todos los familiares, colectivos y sobrevivientes por su lucha incansable y su fuerza inquebrantable Guerrero es el pozo de los tormentos y el mar de la fatalidad por las centenas de personas desaparecidas que el Estado Mexicano fraguó desde las altas esferas del poder para exterminar a los rebeldes e insumisos. Desde la década de los sesenta el ejército implantó la política del terror. Aplicó sus planes de contrainsurgencia con el objetivo de aniquilar a los insurrectos y avasallar a la población civil. Para hacer más cruento el sufrimiento de la persona detenida y de sus familiares la desaparición forzada se erigió en una práctica sistemática y generalizada: los agentes del estado se encargaron de privarlas de su libertad, de ocultar su paradero, de encerrarlos en cárceles clandestinas y condenarlos a un final funesto. El ejército fue el brazo ejecutor de esta estrategia: usó la fuerza letal, tuvo licencia para matar. Entró a las comunidades para detener arbitrariamente a cualquier persona, allanó domicilios para aterrorizar a las familias, aplicó la tortura para arrancar confesiones, confinó en las mazmorras a los detenidos, violó a las mujeres, quemó viviendas, corrió a las familias de sus hogares, ejecutó a los rebeldes y los tiró al mar. Las atrocidades cometidas por el ejército han sido toleradas por todos los gobiernos. Las investigaciones de crímenes están estancadas, ninguna prospera porque hay línea política de no tocar a las fuerzas armadas. La fiscalía general de la república ha relegado estos casos, solo avanzan cuando los familiares ejercen presión y aportan pruebas. Todo está destinado para que los expedientes sean archivados. Atoyac fue el epicentro de la brutalidad estatal. El ejército llegó para exterminar a la guerrilla y a las comunidades que abrigaban la lucha del maestro Lucio Cabañas. La década de los setenta fueron los años fatídicos para toda la población que se adhería a la guerrilla de Lucios Cabañas y Genaro Vázquez. Varias comunidades se despoblaron por la persecución encarnizada contra las familias que llevaban los apellidos de los guerrilleros. 1974 fue el año de la represión generalizada y de una violencia irrefrenable implementada por el ejército para arrancar de raíz la semilla de la rebelión. Los vuelos de la muerte que reportó en su carta Benjamín Apresa, un militar desertor asignado a la base aérea militar número 7 de Pie de la cuesta, da cuenta de 183 personas (174 hombres y 9 mujeres) que fueron registradas con sus nombres y seudónimos y que fueron tiradas al mar, distribuidas en 19 viajes. El 89 por ciento de las personas registradas en los vuelos de la muerte eran de Guerrero y en su mayoría del municipio de Atoyac. Estos avances del modo de operar del ejército no son producto de las investigaciones de la fiscalía, sino de los familiares, colectivos, investigadores, periodistas y defensoras de derechos humanos. Es un esfuerzo titánico por conocer el paradero de los desaparecidos de la época sombría del terrorismo de estado. El estado fue el responsable de las desapariciones forzadas del pasado, es una denuncia vigente que tiene un continuum de impunidad porque conecta las desapariciones del pasado con las del presente, con nuevos actores de la delincuencia organizada que se han enquistado en las estructuras del poder político y son los que se encargan de hacer el trabajo sucio de causar terror entre la población sin ser investigados ni encarcelados. El Estado sigue siendo cómplice porque no investiga, no castiga y no apoya a las víctimas en la búsqueda de sus familiares. Con el tiempo las desapariciones lejos de disminuir se incrementaron, pero ahora instrumentalizadas con la expansión de los grupos de la delincuencia organizada en colusión con las autoridades de los tres niveles de gobierno. Las corporaciones policiacas y las fuerzas armadas fueron infiltradas por la delincuencia como quedó demostrado con la desaparición de los 43 estudiantes de la normal de Ayotzinapa en 2014. Las madres y padres emprendieron una lucha para buscar a sus hijos. Fue un parteaguas porque las familias de Iguala, Chilpancingo, Acapulco, Atoyac, Ayutla de los Libres, Taxco, Chilapa, Zitlala y Tlapa rompieron el silencio. En la región de la Montaña, las familias indígenas también se han tenido que organizar para realizar búsquedas. Ha sido muy difícil porque son discriminadas por las autoridades. Con el pesar que cargan luchan a contracorriente para recorrer cerros y barrancas, buscando las huellas de sus seres queridos. El colectivo Luciérnaga surge en este torbellino de violencia criminal. Con la dolorosa desaparición y el asesinato del defensor comunitario, Arnulfo Cerón Soriano, las familias rompieron el silencio y decidieron denunciar las desapariciones que se han consumado en el municipio de Tlapa. En noviembre del 2019 se logró dar con el paradero del defensor tres metros bajo tierra. Este hallazgo representó para las familias una luz en la oscuridad. En medio del dolor y el miedo surgió la iniciativa de crear el colectivo Luciérnaga integrado por 50 familias. De las 8 jornadas de búsqueda que han realizado encontraron 11 cuerpos y más de 120 restos humanos. En enero de este año fueron entregados los restos de don Porfirio Barrera, gracias a la tenacidad y persistencia de su familia. Este 30 de agosto se conmemoró el Día Internacional de las Víctimas de Desaparición para las familias este 30 de agosto significa dolor, indignación, impotencia e incertidumbre por no saber el paradero de sus hijos, hijas, madres, padres o hermanos. Recordarlos y nombrarlos es un acto de resistencia y memoria, es una coyuntura propicia para denunciar a las autoridades por su complicidad, negligencia y corrupción. Por eso las buscadoras indígenas, como un ejercicio para mantener viva la memoria de sus seres queridos narran las historias crudas de la desaparición de sus familiares. Mi nombre es Amalia. Soy originaria de la comunidad de San Miguel el Viejo, municipio de Cochoapa el Grande. Llegué a vivir con mi familia a Tlapa hace 25 años. En el 2016 mi hijo Fredy salió de nuestra casa para ir a comprar una ficha de teléfono con su amigo. Luego fueron a cenar unos tacos a una taquería, pero a pocos minutos llegó una camioneta negra de donde bajaron sujetos armados y se los llevaron. Mi esposo y yo salimos a buscarlo más noche porque no llegaba. Fuimos a preguntarle a su amigo si lo había visto y nos contó lo que pasó. Se nos hizo extraño que él estuviera en su casa y nuestro hijo no haya regresado. Mi esposo lo llevó con la policía preventiva para que dijera quién se llevó a Fredy, pero no quiso hablar. La policía, en lugar de ayudarnos a investigar y buscar a mi hijo, dejó ir al testigo que sabía dónde podría estar mi hijo porque no había una denuncia previa y arrestó a mi esposo. Para soltarlo nos dijeron que teníamos que pagar una multa. Investigamos y lo fuimos a buscar a las barrancas y cerros, encontramos fosas, pero no lo encontramos a él. A pesar de que recibimos amenazas los seguimos buscando. El 2 de agosto del 2020 mi esposo fue asesinado, pero hasta hoy no se ha hecho justicia y tampoco sé dónde está mi hijo. Mi hermana Yanderi lleva 8 años desaparecida, desde el 3 de marzo del 2017. Ese día Yanderi iba a ir a una peregrinación en la Ciudad de México. Siempre me mantenía informada cuando salía, pero ese día no llamó. Creí que se le había olvidado o que me avisaría cuando ya estuviera allá. Más tarde su amiga me avisó que mi hermana no llegó al punto de encuentro y no sabía nada de ella. Nos preocupamos y comenzamos a buscarla, la llamamos, pero su teléfono estaba fuera de servicio. Fuimos al ministerio público a poner una denuncia, pero no nos la recibieron hasta tres días después. Lo primero que le dijeron a mi mamá es que querían testigos, que los buscáramos y los lleváramos con ellos. Después nos unimos al colectivo Luciérnaga, vimos apoyo por parte de Tlachinollan. Lo malo es que, a pesar de este apoyo, las autoridades no nos hacen caso, sólo nos dan fechas para informarnos del caso, pero no nos dicen nada y nos vuelven a reagendar. Pienso en el dolor de otras familias que están pasando por lo mismo y que tal vez si nos uniéramos las autoridades voltearían a vernos. Tenemos que perder el miedo. Yo sólo quiero encontrar a mi hermana. La mayoría de las personas desaparecidas son jóvenes y mujeres indígenas con sueños truncados. En sus comunidades no hay oportunidades de estudiar, sobreviven del campo, del comercio y del trabajo artesanal. Las víctimas de desaparición en la Montaña son maltratadas por hablar otro idioma, se les discrimina por venir de comunidades apartadas y se les ignora por ser analfabetas. El ministerio público, además de que las trata con desprecio, no tiene sensibilidad para atenderlas con respeto; la fiscalía no cuenta con intérpretes ni personal que conozca las culturas indígenas. Ponen en duda lo que declaran, estigmatizan a la persona desaparecida. Son los familiares quienes se encarguen de hacer las investigaciones, las búsquedas en contextos sumamente peligrosos. Es el círculo perverso de la impunidad que empodera a los perpetradores y deja en estado de indefensión a las víctimas. En la Montaña las personas desaparecidas son el dolor más hondo que nos sumerge en el fango de la violencia y nos confina a vivir en la miseria y la orfandad. Share This Previous ArticleGuerrero de desaparecidos: la continuidad del terror de Estado Next ArticleJóvenes indígenas regresan a clases sin docentes en la Costa Chica 2 meses ago